Tú me acariciabas la culpabilidad. Me arrullabas la culpabilidad durante largo rato, desde la punta a la base, en un loop tierno y tormentoso, hasta dejarme finalmente tirado en la cama, agitado, lloriqueando, con mi pobre culpa a mil por hora.
Vamos: visto para sentencia.
Pero entonces tú te colocabas muy cerca de mi cara, de modo que, mirara dónde mirara, tan sólo hallaba tu palpitante vacío existencial. Y yo quería, jadeaba, me moría por llenar aquel vacío que enmarcabas con tus dedos, describiendo espirales más y más amplias con el fin de mostrarme, de manera un tanto cruel, lo delicado y profundo de tus carencias.
Y mi culpabilidad no paraba de dar saltitos. Y con cada nueva espiral se hacía más evidente nuestro deseo de llenar tu incompletud con mis delitos. Pero mi rollo era anhelar lo que me estaba prohibido poseer. Y el tuyo exhibir como una zorra lo que, en el fondo, siempre has tenido miedo de entregar.
Y con el paso del tiempo, entendimos que el fin no era tanto poseernos como dilatar eternamente aquel instante, que era nuestro y de nadie más, psicológicamente coherentes, cachondos como sólo pueden estarlo los mismísimos dioses.
Pero en fin: también éramos humanos.
De modo que, en algún momento, al final acabábamos por rendirnos el uno al otro, mandábamos el tratamiento a tomar por saco, nos comíamos a besos, nos hundíamos en aquella cama como si estuviera hecha de arenas movedizas.
Después, me tomabas la mano:
—Ven conmigo.
Y así acababan a veces nuestros encuentros: muy desnudos y abrazados, tu rostro sobre mi pecho, meándonos tiernamente en el baño.
Yo qué sé: la cosa es quererse mucho.
Y dejarlo todo muy limpito.
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