03 diciembre 2013

Culpabilidad

Tú me acariciabas la culpabilidad. Me arrullabas la culpabilidad durante largo rato, desde la punta a la base, en un loop tierno y tormentoso, hasta dejarme finalmente tirado en la cama, agitado, lloriqueando, con mi pobre culpa a mil por hora.

Vamos: visto para sentencia.

Pero entonces tú te colocabas muy cerca de mi cara, de modo que, mirara dónde mirara, tan sólo hallaba tu palpitante vacío existencial. Y yo quería, jadeaba, me moría por llenar aquel vacío que enmarcabas con tus dedos, describiendo espirales más y más amplias con el fin de mostrarme, de manera un tanto cruel, lo delicado y profundo de tus carencias.

Y mi culpabilidad no paraba de dar saltitos. Y con cada nueva espiral se hacía más evidente nuestro deseo de llenar tu incompletud con mis delitos. Pero mi rollo era anhelar lo que me estaba prohibido poseer. Y el tuyo exhibir como una zorra lo que, en el fondo, siempre has tenido miedo de entregar.

Y con el paso del tiempo, entendimos que el fin no era tanto poseernos como dilatar eternamente aquel instante, que era nuestro y de nadie más, psicológicamente coherentes, cachondos como sólo pueden estarlo los mismísimos dioses.

Pero en fin: también éramos humanos.

De modo que, en algún momento, al final acabábamos por rendirnos el uno al otro, mandábamos el tratamiento a tomar por saco, nos comíamos a besos, nos hundíamos en aquella cama como si estuviera hecha de arenas movedizas.

Después, me tomabas la mano:

—Ven conmigo.

Y así acababan a veces nuestros encuentros: muy desnudos y abrazados, tu rostro sobre mi pecho, meándonos tiernamente en el baño.

Yo qué sé: la cosa es quererse mucho.

Y dejarlo todo muy limpito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario